jueves, 26 de febrero de 2009

La morena de la copla

La veo claramente en algunas canciones. Pero esas morenas lo tienen muy difícil: las mujeres las odian y los hombres sospechan que no valen para novias decentes. Los profesores nunca creerían que pudieran amar las matemáticas. Ésta es la más morena de la copla: los frívolos la encuentran muy antigua, los formales ven en su morenez salada un algo incompatible con las mechas rubias que ahora son institución en las señoras; los ricos la ven pobre, los pobres nunca la han necesitado porque necesitar es otra cosa.

Las miradas de deseo son casi siempre nocturnas y alevosas, quieren alimentar el pálido placer del egoísmo, tener los diez segundos de gloria y babas sobre su escote de mujer vivida. Secretamente, todos los poetas la persiguen para tenerla al menos una noche a su disposición; cada alcalde del pueblo la quiere de su parte; cada pueblo, del lado de su virgen el día de la foto y la patrona; cada cruzada sueña con convertirla en mártir de su causa, pues el martirio oscuro de una mujer hermosa es materia poética que comprende cualquiera, una morena es sustituible por otra y los muertos de ese tipo, eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa.

Mientras tanto, ella ve lo que pasa en la calle y se maquilla y, al mismo tiempo, tan despacio que asusta, muy despacio, como a través de siglos y de ruido, se escribe interminable la historia de su vida para jóvenes que no querrán leerla.

Incomprendida como el sortilegio que no sabemos quién nos enseñará, pues fue perfeccionado por el recuerdo y el olvido y se perdió entre las voces de la gente, la morena de esta copla se va a morir de amor.

La imagino dispuesta a cumplir su destino de morenaza sobre la que rechina el gozne litúrgico de las leyes severas. Apoyada en el quicio de la mancebía o colocada, tal vez a su pesar, bajo un rutilante neón de color rosa, cada vez más rancio y más absurdo, guardará para siempre, con pureza de novicia equivocada, la tragedia de ir dejando de existir, el desbordamiento telúrico de sus caderas y, en la punta de sus dedos, pervivirá la memoria y el tacto de la perfecta columna dórica desde la que quiso sonreír a los hombres por primera vez.

Olga Bernad

lunes, 23 de febrero de 2009

Andábata XIX: Mens Sana

Eva y yo hemos decidido cuidarnos y lo único que se nos ha ocurrido es apuntarnos a un gimnasio. Desde luego, a mí me va a venir muy bien quemar todas esas toxinas últimamente acumuladas en mi organismo y, además, el cansancio físico es el tranquilizante más antiguo del mundo (junto con la comida y el whisky, pero en eso no hay que pensar). Sólo podemos ir al mediodía, porque ella no puede cerrar su negocio para atender el cuerpo y porque yo estudio después de mi horario laboral para triunfar en la vida y ser funcionaria de verdad cuando sea mayor.

Bueno, ayer nos lo pasamos bomba comprándonos mayas de colores y camisetas muy anchas con la esperanza de tener un aspecto más o menos deportivo y, a la vez, disimular en lo posible esos michelines asquerosos que yo no considero de mi cuerpo y que no quiero ver bajo ningún concepto. Formalizamos la matrícula muy contentas y hoy hemos hecho nuestro debut.

Tengo que reconocer que yo estaba bastante ilusionada y decidida a machacarme hasta la extenuación. Ha pasado mucho tiempo desde que entrenábamos a baloncesto y comenzábamos con un calentamiento que consistía en trotar veinte minutos. Veinte minutos, y no lo notábamos. Ahora no sé qué me pasa pero no puedo correr ni treinta segundos, me duele mucho el corazón o algo así. Tal vez sea psicológico. Ninguno de mis músculos se acuerda de que estuve seis años en un equipo de baloncesto, te lo puedo asegurar.

En fin, nos hemos puesto esa especie de disfraz rumboso, mezcla de deportistas y cubanas desacomplejadas habituadas al colorido, nos hemos hecho una coleta alta y hemos salido a la palestra. Esta es la hora de las ejecutivas agresivas que trabajan todo el día y vienen aquí a quemar calorías en su rato de la comida, en vez de ingerirlas. Qué tipazos, qué cantidad de músculos tiene la gente, yo no tengo ni la mitad, o los tengo bajo una espesa manta de grasa y ya han perdido la esperanza de volver a asomar al mundo. Qué culos más redondos pero más estrechos. Los anuncios de la tele no son mentira: hay personas así y vienen todas a este gimnasio. Claro que, con esa cantidad de máquinas tan bien inventadas y que yo nunca he usado, seguro que es cosa de coser y cantar, ya verás, y yo tengo una buena estructura ósea y soy muy alta, que es lo importante; bueno, no tan alta, la verdad es que no llego al metro setenta (pero paso mucho del uno con sesenta y ocho) sin embargo, con unos tacones parezco una reina, ya verás, tengo remedio y estoy dispuesta a sufrir lo que haga falta.

Pensando así de positivamente nos hemos acercado a una de las máquinas para empezar, una en cuyo letrero explicativo ponía que era muy buena para las tetas, y yo le he dicho a Eva que la iba a hacer con todos sus ladrillos o como se llamen, sin sandeces, hay que aprovechar el tiempo que este gimnasio es carísimo, oye. Entonces un chico muy guapo, muy musculado y bastante más joven que nosotras, se nos ha acercado con mucha seriedad, nos ha dicho que es el preparador físico (¡guau, tengo de eso, yo creo que este gimnasio es incluso barato!) y que sería conveniente que nos dejásemos guiar por sus consejos, sobre todo al principio, simplemente hasta que consigamos una mejora en nuestra forma física y conozcamos bien cada uno de los aparatos. Hemos estado de acuerdo en todo.

Entonces, el muy traidor, nos ha echado un vistazo rápido, sobre todo a mí, lo sé, nos ha sacado de la zona moderna de las máquinas de película y de la gente guapa, nos ha llevado a un rincón con un espejo como para que nadie nos viese demasiado, como si no fuésemos una buena publicidad para su asqueroso antro, y nos ha traído, aún no me lo puedo creer, una especie de palo de escoba, y nos ha dicho que nos lo pongamos detrás de la cabeza y hagamos unos giros de lo más tonto. Sólo nos ha dejado hacer eso y un poco de bicicleta estática.

Qué estafa más total, qué ridículo más espantoso, allí, frente al espejo (un espejo que hace mucho más gorda, por cierto) con el palo de escoba, con las piernas un poco abiertas (que hace mucho más baja), con aquellas mayas tan crueles en esa postura, sin tacones, sin pintar, con la coleta que hace cuatro días me quedaba tan bien y ahora me hace una cara redonda que no es normal, con ese aspecto de avergonzadas de nosotras mismas… Vaya, que me he dado cuenta de que soy horrorosa, pero horrorosa. Y Eva mucho más.

Pues yo para esto no necesito gastarme tanta pasta, que en el trastero de mi casa tengo una bicicleta estática del año catapún y un montón de escobas, no te fastidia, y no tengo que hacer el ridículo delante de ningún espejo que engorda ni delante de ninguna ejecutiva agresiva, sí, de ésas que nos miran de reojo, como vaya se van a enterar de lo que es una gorda empedernida con un montón de frustraciones y un palo de escoba en la mano.

- Cállate de una vez y haz los giros como Dios manda, Olga.
- Los hago como mi pobre cintura me permite, oye.
- Ánimo, aguantaremos y les demostraremos en poco tiempo que en alguna parte de nuestros deformes cuerpos tenemos unos culos y unos abdominales parecidos a los suyos, después de todo somos de la misma raza, ¿no?
- Pues no lo sé, Eva, ellas tienen pinta de replicantes o algo así, como en Blade Runner. Tal vez formen parte de un ejército secreto creado por ordenador para incitar al suicidio a las gordas del mundo. Una suerte de guerra psicológica, no sé, algo perverso y auténticamente efectivo.
- Dios no lo permitirá, Olga, Dios nos ama, recuérdalo y mueve el culo, hija mía; es verdad, mira que estás gorda, mucho más que yo, las cosas como son.
- Pero yo no tengo pistoleras, Eva, no es por desanimarte pero parece que vas a rodar una película del oeste, maja.
- Vete a la mierda.

Y nos hemos picado de tal manera que parecía que nuestros respectivos palos de escoba nos estuvieran hipnotizando con sus reflejos en el espejo que engorda, y venga a hacer giros con cara de obesas obsesas y cabreadas. Luego, el pretencioso que se llama a sí mismo preparador físico nos ha obligado a hacer unos estiramientos (también frente al espejo, cómo no) que sólo tenían por objeto desarrollar unas posturas que evidenciaban aún más, si cabe, nuestros monstruosos michelines y acabar de hundirnos en la miseria más absoluta.

Finalmente nos ha felicitado y animado a seguir y nos ha mandado a la ducha. Otra vergüenza propia de un campo de concentración, el hecho de tener que vestirte delante de esas flacas asquerosas, tan deportivas y tan simpáticas. Me he dado cuenta que llevo unas bragas feísimas (tipo algodón, es que son muy cómodas) y que ellas, sin embargo, se ponen una lencería como para rodar una película porno de un momento a otro. Yo no estoy a la altura de la vida, no. Una guarra de ésas me ha mirado (¡qué braga más fea llevo, madre de Dios, qué tripa más gorda tengo!) me ha sonreído y me ha dicho condescendientemente (ella fingía amabilidad y comprensión, pero a mí no me la da) que con unas braguitas tanga iguales a las que llevaba ella no se me marcaría la antiestética goma en medio del glúteo (¡glúteo!, ¡hipócrita!) ni con los vaqueros ni con ningún pantalón justo, que lo probase. Yo también he sonreído y me he puesto a pensar en el aspecto que tendría mi trasero con una de esas monerías y le he dicho que gracias, pero el algodón y la holgura me perece lo más sano para la piel y la circulación, sobre todo ahora que apenas hace veinte días que he dado a luz y que sólo pretendo comodidad y hacer un poco de ejercicio ligero, que me preocupan las cosas importantes y nada más.

- Oye, pues estás estupenda para acabar de dar a luz, en cuanto te quites esos quilos de más te vas a poder presentar a un concurso de Miss Mamá. Mi hermana también se quedó muy ancha de caderas, pero en un año a dieta se recuperó del todo y, oye, al fin y al cabo esas caderas te habrán facilitado mucho el parto, qué suerte. Yo, en cambio, no sé cómo voy a dar a luz cuando me llegue el momento, hija, qué desgracia, pero así es la genética y hay que aceptarlo. Oye, y qué suerte también, casi no tienes estrías para lo estirada que tienes la piel; y qué curioso, las tienes en las caderas y en… lo que te digo, misterios de la genética.

Eva ha salido disparada del rinconcito en el que intentaba pasar desapercibida, ha recogido las bolsas a toda prisa con un brazo, me ha arrastrado a mí del otro y se ha despedido con un montón de sonrisas. Yo también he sonreído mucho, creo, o más bien he puesto una mueca sonriente y, en cuanto hemos salido de aquel horror, Eva me ha aconsejado que dejase de poner cara de loca y de tener ganas de matar gente y de inventarme bebés recién paridos, que la gente nos miraba.

A pesar de que el musculitos no nos ha dejado usar ningún aparato moderno, tengo unas agujetas increíbles. Me duele todo, todo mi cuerpo. Dado el volumen visto en aquel espejo, eso es demasiado dolor. Y pensar que el tal musculitos decía que los estiramientos eran beneficiosos para evitar las agujetas... qué sabrá ése, ay, qué dolor. Así no se puede estudiar en paz. Pero no me voy a tomar ni un sorbo de whisky para consolarme, ni un solo mordisco de chocolate con licor, menuda soy yo si me pongo, esa Irene de los cojones se va a enterar de lo que es una recién parida emocional y de lo que es esa genética que tanto le gustar nombrar y de lo buena que puedo estar yo, sí, yo, que aunque tenga las caderas un poco generosas por lo menos soy guapa de cara y tengo dos ojazos de gitana más grandes que sus bragas tanga, ay, no me hagas reír que me duele todo mucho más. Esperemos que no le dé por hacerse la simpática y preguntarme por mi bebé constantemente; va, qué mas da, no pienso concederle confianza a nadie en ese gimnasio de mis tormentos, ni mantendré ningún diálogo con esos seres no-humanos. Además, como creo que voy a estar exiliada en la zona del espejo que engorda por un largo tiempo, pues eso, que no podré hacer amigos y no me importa, yo tengo aguante para ese exilio y para muchos otros, yo soy muy yo, ay.

Olga Bernad


miércoles, 18 de febrero de 2009

Muerta en combate (a golpe de extrañeza)

Ese hombre me conmueve. No sé cómo, pues nunca necesita recurrir al chantaje de la emoción ni al barro del mediocre. Y jamás manosea lo importante, apenas roza, busca o ilumina con el áspero brillo de metales de su amable desdén, mi desconcierto. O convierte en espada esa distancia cálida, su pacífica forma de ser frío y mirarte con versos como ojos que se abren para enfocar la invisible y remota parte del mundo que nunca ha sido mía. Y allí hay largas fronteras esperando, cerca de un horizonte lejanísimo.

Después de él, todo es incontinencia, pornográfica muestra de pesares. Hasta la desesperación se vuelve blanca (profunda pero blanca). Sólo el desierto puro me convence, o sólo el mar, que tiene la costumbre -esa terca costumbre de sus versos- de llegar hasta el límite del cielo y pararse en la línea que separa la tierra y el misterio, resumir ese mar en esa línea y no esperar nuestro agradecimiento ni quedarse a mirar mi indiferencia, muerta en combate a golpe de extrañeza.

Olga Bernad

miércoles, 11 de febrero de 2009

Malos sueños (Sweet Dreams are Made of This)




En el momento lúcido de la última vigilia, cuando sabes que entrarás al sueño por la puerta que abren los párpados al cerrarse, la fiebre de los días intenta aún la rectitud de un verso, quiere ser geometría, el mapa melancólico y perfecto de quien ya no debe conquistar territorios pues rindió armas y cuentas al anochecer, el pacífico gesto de una final esperado y merecido, la tregua momentánea del orgullo implorando a los dioses el pacto del descanso.

Algunas noches el diablo tira piedras contra ese lago en calma, un torbellino incontrolable danza para enredar los hilos y las gentes, los rostros que no viste, y las montañas muestran precipicios hambrientos que invitan a saltar. Cuando comienza el sueño, sabes que con él vienen espacios aún más negros que se harán esponjosos y profundos, no dura superficie de plana realidad contra la cual se puede, al menos, terminar de caer.

No habrá consuelo, no vendrá nadie. Sólo queda el silbido del viento en los oídos, la voz de unos fantasmas aulladores que ni siquiera existen, el vacío indiferente por el que te derramas, sin fondo y sin final. Un trayecto interminable que sólo acabará si te despiertas.

Mano en el pecho que tranquilice el galope de todos los caballos desbocados y calme a los jinetes imposibles, lágrimas en los ojos, aire en los pulmones. Respirar es la meta. Latir es la única necesidad del corazón, su verdad más sencilla y más antigua. En su ritmo tranquilo se adormece el dolor y yo voy recuperando la rienda de seda que solté al dormirme. Si yo sólo quería el paraíso, la mano de mi madre apartando el miedo y el dolor de cabeza, la tranquila penumbra en la que ella sabía convertir la oscuridad.

Pero es mi hijo el que llora y yo la que debo levantarme con mi desbarajuste en el centro del pecho. Sonrío y acaricio como si el mundo fuese un lugar cálido y seguro y no el planeta frágil, solitario y absurdo que seguramente es, esa pequeña piedra azul y peligrosa danzando en un salón interminable, frío, oscuro de no poder saber.

Ahora soy yo la que debe poner parches a otros miedos, la maga de manos frescas y mirada serena. Se acabó para mí el tiempo del consuelo: ya no lo creería. No hay más ángel que yo, no vendrá ni el demonio.

Olga Bernad

jueves, 5 de febrero de 2009

Obediencia ciega

Quiero que el viento zoe y limpie cada verso
como limpia los puertos y las playas,
rompiendo el orden de los vertederos.
Que lo que pienso sea
del loco transparente que sopla en nuestras bocas
y mueve dunas y olas, y mueve la miseria,
pues no quiero enredarme en la dulzura
ni tropezar en cada sentimiento,
tender trampas inútiles
con mi dolor inútil como excusa.
Quiero seguir de pie mientras me acerco.
Tal vez si un día me miras
caminaré despacio sobre el agua,
el mar de mar sembrado -el mar desconcertante
que estaba enamorado de la calma-
y el desierto sereno respirando en la arena
y las cosas huidas de sus nombres,
acunadas tan sólo por su ritmo,
por mi obediencia ciega a su misterio,
por el abismo propio
del trozo de vacío que negaron
y la imposible ciencia de entenderlas.

Olga Bernad

domingo, 1 de febrero de 2009

Veintisiete horas de vuelo sobre el mar

A Angós y su perfecto Espíritu de San Luis.



Creo que nuestra atracción por el riesgo suele tener más de flirteo que de amor. Por eso nos arriesgamos deportivamente (puenting, rafting, singermorning) y conjuramos su auténtica naturaleza con fines de semana planificados al detalle, un equipo supertope guay y unas cuantas pólizas de seguros que aseguren la carencia de inseguridad. Es como buscar el orgasmo sin pasar por la aventura de contar con otro (lícito pero no igual, digo yo) como querer descubrir la cuadratura del círculo y arriesgar, pero reservándote el derecho de reclamación si, en el traicionero camino de la aventura, la suerte deja de estar de tu parte y te rompes la crisma. La mera posibilidad parece excitarnos, pero los atisbos de realidad no son bienvenidos. Por eso yo busco a mis arriesgados héroes en historias llenas de una rara pasión, la que no siempre entiendo, la que les elevó por encima del miedo y les llevó muy lejos.

A mister Lindbergh le llevó de Nueva York a París en 1927, a bordo de un avión con un solo motor. Un hombre de veinticinco años, una fe y unos cuantos pilotos previamente muertos que no consiguieron convertir esa fe en duda razonable. Pero su idea no tenía nada que ver con la locura, sino con la valentía, el deseo, la incertidumbre, la esperanza y la razón. Todos los mares procelosos sobre los que debe mantenerse a flote el convencimiento.

Su éxito se forjó lentamente, mientras abandonaba sus estudios para hacerse piloto, mientras se bautizaba de aire en pie sobre las alas, mientras agotaba el combustible de aviones que iban a estrellarse para que no se prendieran fuego y poder así, tal vez, salvar alguna de las cartas que llevaba como carga. Uno no bate el récord de salto al vacío desde aviones incontrolables porque sí. Uno lo bate para algo, para que en su momento la suerte le sonría con una sonrisa mucho más bella que la mueca de los incrédulos, los que aplauden sólo al final y sólo si no te matas.

Cuentan que durante el vuelo, que duró en total más de treinta y cinco horas, el cansancio le hizo hablar con sus fantasmas. Que sólo llevó cinco bocadillos y cinco litros de agua porque, si llegaba a París, no necesitaría más. Si no llegaba, tampoco. Que sólo podía llevar un hombre y un motor para evitar peso, que calculó y no sólo soñó. Que tenía razón.

Se equivocó seguramente en muchas otras cosas, y la suerte no le sonrió para siempre, pero esas veintisiete horas de vuelo sobre el mar son más valiosas que la vida entera de algunos hombres y su completa traición a sí mismos. Qué fácil era perderse en el Atlántico, qué sencillo no haber empezado a volar.

Por un sitio en el “Espíritu de San Luis” volando sobre el mar, por estar ahí dándole la mano, tan a salvo como una nunca está, tan encantada por el miedo y la alegría, tan sonámbula por el esfuerzo, regalaría mi reino si lo tuviera. Por decirle muy en serio, vamos, mister Lindbergh, no hay que pensar en pilotos muertos.