domingo, 31 de marzo de 2013

Leones en Turia

El día 20 de marzo se presentó en el Teatro Principal de Zaragoza el último número de la Revista Turia. El agravamiento de la enfermedad de mi suegro, que murió a la mañana siguiente, me impidió asistir.  Me hubiera gustado mucho.  Hacía más de diez años que Turia no se presentaba en Zaragoza y había prometido a Raúl Maícas, apenas unos días antes, hacer lo posible por estar ahí.  No pudo ser. Pero al menos entre sus páginas quedaron mis leones, todavía hambrientos, en una compañía inmejorable.  Me gusta celebrar la primavera con una buena noticia, porque lo mejor del año queda aún por delante, porque hoy cumplo yo misma otro año más, porque a pesar de los pesares revistas como Turia siguen, porque todo debe seguir. Que no se nos muera el hambre. 



DE NUEVO LOS LEONES

Han vuelto los leones escondidos
con más plomo en los ojos y, en los dientes,
su hambre de horizontes y de sangre.
En las selvas dormidas del instinto
la conciencia es a veces un animal despierto.

Seis presas son seis cuerpos sobre el suelo
para una sola fiesta de la carne.
Si con nada tenías suficiente,
suficiente sería que no hubieras
ni siquiera empezado a contar víctimas.

Porque será imposible regresar
sin que en el alma pesen tantos cuerpos.


lunes, 25 de marzo de 2013

No es país para viejos

(La fotografía es de Fernando González Seral)
El jueves pasado, después de una enfermedad que duró varios meses, murió Antonio, mi suegro.  Un agricultor que mañana hubiera cumplido ochenta y cinco años.  Su tiempo y su paisaje estuvieron llenos de campo y trabajo hasta el final.  Ninguna queja.  La fortaleza amable de un extraño vikingo nacido en el secano, surcando toda la vida mares de cereal bajo cielos pesados como plomo, contundentes, impasibles. Pero él tenía la ternura recia y sin aspavientos de los fuertes, el aguante de los hombres buenos y ni la enfermedad consiguió arrebatarle lo que era.  No sabría escribir nada que se pareciese a lo que siento, no sé si es bueno intentarlo. 

Es doloroso pensar en la última etapa, el periplo de hospitales, altas, nuevos ingresos, nuevas y rápidas altas, como si el sistema no quisiera gastar un euro de más en una persona anciana que no tenía ya esperanza de recuperación, como si con su trabajo desde los ocho años no se hubiese ganado sobradamente su primer ingreso en la Seguridad Social, como si él tuviese la culpa de que su cuerpo no pudiese más. La sensación de angustia cuando, aun reconociendo su dependencia total, cualquier ayuda (si llegaba) iba a tardar meses o años.  Primero te arruinas; luego, ya veremos. O no veremos: lo normal es que, en la espera, te mueras. La sensación de no saber qué hacer.  No es país para viejos y no tengo muy claro que tampoco lo sea para jóvenes. He sentido asco y tristeza por todos nosotros.

A pesar de todo, el personal que le atendió fue siempre amable con él, era imposible no cogerle cariño a un hombre que, con el último aliento, aún tenía ganas de agradecer lo que se hacía por él, de mandar besos a las enfermeras y de ser razonablemente feliz incluso en esa situación.  Por fortuna, su nivel de comprensión se fue ofuscando, la terca realidad no lo atrapó del todo y nunca fue plenamente consciente de su extrema gravedad.  Olvidaba las continuas y terribles humillaciones a las que nuestro cuerpo nos somete cuando no nos responde. Volvía a sonreír. La lluvia le hacía pensar en los trigales. Le hubiera encantado ver, una vez más, un campo de trigo en primavera. No siempre tengo claro si Dios existe o no, pero hoy se me partiría el corazón si no existiese.  ¿A dónde irán, entonces, todos los hombres buenos?

Hoy he encontrado esta fotografía.  Feliz en su tractor en medio del secano.
Descanse en paz.
          

miércoles, 13 de marzo de 2013

Andábata en la cárcel



Ayer Andábata y yo fuimos a la cárcel de Daroca, invitadas por Javier Aguirre. Desde la Biblioteca de Aragón se desarrolla un Programa de colaboración con los Centros Penitenciarios, a resultas de un convenio firmado en 2010 entre el Ministerio del Interior y el Gobierno de la Comunidad.  Dentro de esas actividades, se realiza un Club de Lectura que incluye la visita de los autores.  Javier Mesa, Coordinador de Formación del Centro, acudió muy temprano a nuestra cita en Zaragoza para llevarnos hasta allí.

Muchas veces había pasado cerca de sus muros, visibles desde la carretera cercana, durante algún viaje por los alrededores. El edificio tenía para mí la contundencia de un búnker y la extrañeza de los espejismos; me dejaba en la cabeza el eco de un interrogante. Siempre me pregunté qué historias alojaba.  No imaginé que un día traspasaría esos muros, no para hacer preguntas sino para contestarlas.  No por sus historias sino por las mías.

Al entrar, el primer corredor me atrapó la conciencia: el peso excesivo de su realidad sin concesiones lo convertía casi en un escenario. Un lugar cinematográfico, un no-lugar.  Ni un solo detalle que aliviase la estética carcelaria. Cemento. Muros.  Alambre.  Nada.  Después muchas puertas, algún trámite, escaleras, presentaciones. Personas. Rafael Aparicio, director del Centro Penitenciario, que apoya decididamente las actividades de este tipo, aunque sean malos tiempos para la lírica y haya que contar también con la generosidad de las editoriales que ceden los ejemplares de los libros (gracias, de nuevo, a Juan Manzano que desde Paréntesis hizo también un esfuerzo para que esto fuese posible).  Y por fin el Módulo Sociocultural, la escuela en palabras de los presos, devolviéndole al nombre naturalidad y eficacia.  Un cigarro en el patio en compañía de Jaime Castejón, coordinador de Programas, que había leído la novela y quiso asistir al coloquio.  La visión de quien conoce muy bien el suelo que pisa.

Lo curioso es que, desde que entré en el aula de redacción de la revista La Oca Loca, el lugar donde nos reunimos con ellos, pasaron apenas dos minutos y me olvidé de los muros y de mis preguntas.  La afluencia hizo que estuviésemos muy cerca, sillas en corro, personas que hablan. Me acogió la atención con la que habían leído el libro, el interés que mostraron, la agudeza de las reflexiones, lo poco que les costó entrar -y hacerme entrar- en conversación. Las distintas edades de los lectores, el tema de la novela y sus muchos caminos periféricos hicieron que se interesasen por cuestiones también muy distintas, pero en todos fue común un respeto sin afectaciones innecesarias, la intención de que yo me sintiese bien y una cordialidad que sólo pude pagar con la misma moneda.  

Comprendí que yo no tenía nada que juzgar, que el momento me pedía cosas sencillas pero importantes: mirar a los ojos de las personas que me hablaban.  Escuchar y contestar con sinceridad.  Aprender. Sé que Andábata está muerta y así se lo dije a ellos.  No hay gladiador que pase de los 30 años y yo ya los he pasado.  El impulso que creó ese personaje es ya otra cosa.  Pero entendí que en ese instante el libro era también, más que el aula de la cárcel, el lugar real que nos reunía. Y, por un breve tiempo que bien pudiera ser una tregua, no importaba de qué estábamos rodeados, por qué caminos habíamos llegado hasta allí ni a dónde iríamos luego.  Desde su tumba imaginaria, esa gladiadora sin cuartel notó latir una vez más su corazón de palabras.

Vuestra lectura le dio vida.  Solo puedo decir gracias.


lunes, 4 de marzo de 2013

Sailing



Sobre las grandes frases navegamos.
Busco los precipicios y no existen.
No se puede llegar hasta el final, las rutas
ruedan sobre sí mismas en un planeta de agua.
El mar jamás se acaba y las mareas
no obedecieron nunca más orden que su fuerza,
el vaivén de campana de su ritmo.
Para decir adiós sería preciso
que el viento nos hubiera reunido
(que el viento nos hubiera destruido).
Que el viento nos olvide y que tú seas
sólo un viejo que llora repitiendo algún nombre.